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El coronavirus amenaza a los Uru Murato en Bolivia

La comunidad indígena se ha aislado para protegerse de la pandemia. Hasta allí llegó el Programa Mundial de Alimentos con asistencia alimentaria.
, Morelia Eróstegui Navia
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Una mujer de la comunidad Uru Murato se dirige a su casa después de la distribución de alimentos del Programa Mundial de Alimentos. Foto: WFP/Morelia Eróstegui

El rugido peculiar del motor atrapó mi atención de inmediato. La silueta de una mujer en moto resaltaba sobre el paisaje desértico, casi lunar. En la parte trasera de su moto llevaba un objeto azul: una bolsa de lona del Programa Mundial de Alimentos (WFP, por sus siglas en inglés). Ella volvía a su casa después de una distribución de alimentos de emergencia en el departamento de Oruro, a seis horas en automóvil desde la capital de Bolivia, La Paz.

Cuando contemplas el paisaje desértico, jamás imaginarías que este lugar fue hasta hace poco el hogar del segundo lago más grande de Bolivia, después del lago Titicaca. Las aguas salinas del lago Poopó, situado a 3.700 metros sobre el nivel del mar, solían cubrir un área de 3.191 kilómetros cuadrados, o sea un área tres veces más grande que la ciudad de Nueva York. En la última década, el cambio climático y el impacto ambiental han secado sus aguas.

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Foto: WFP/Morelia Eróstegui

Con la desaparición de las aguas, también desaparecieron los medios de vida tradicionales de la comunidad indígena local Uru Murato, quienes ya vivían en sus orillas mucho antes de que el Imperio Inca se extendiera a la actual Bolivia en el siglo XV. La comunidad Uru Murato, también conocida como "hombres del agua", dependió de la pesca durante siglos para subsistir. La muerte del lago les resultó un golpe casi mortal: la tierra árida y salada sólo produce una limitada variedad de cultivos: papas, cebollas y algunas verduras. Los miembros de la comunidad consiguen vender parte de estas cosechas, así como artesanías, en los mercados de las ciudades cercanas, donde también realizan trabajos ocasionales.

Al menos, así es como solían arreglárselas. Me dijeron que tan pronto como la noticia de la pandemia de la COVID-19 comenzó a extenderse, se dieron cuenta de que, si el virus llegaba a la comunidad, sería su fin. Una cultura de hace muchos siglos corría el riesgo de ser aniquilada por el virus, por lo que decidieron aislarse para sobrevivir.

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Foto: WFP/Morelia Eróstegui

"Cuando supe del virus por primera vez, tuve miedo, fue inesperado. Ahora estamos aislados, esperando que el virus no llegue a la comunidad", dice María, madre de siete hijos, una de las pocas mujeres presentes en la distribución de alimentos del WFP que puede hablar español con fluidez.

En esta mañana fresca y soleada, María fue una de las primeras en llegar para recoger su canasta de alimentos que contenía harina fortificada, quinua, fideos, lentejas, pescado enlatado, avena y condimentos. Rodeada por tres de sus hijos menores, me dijo que su pequeña parcela de tierra no daba suficiente para alimentar a su familia. Antes de la COVID-19, trabajaba como jornalera, atendiendo los rebaños de ovejas de otras personas. Su marido es albañil, pero también está sin trabajo. No tienen más remedio que depender de la ayuda humanitaria. "No hay manera de que pueda conseguir trabajo, ya nadie contrata", dice. Detrás de ella, se puede ver el área que alguna vez estuvo cubierta por el agua.

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Las 238 canastas de alimentos que distribuimos a pedido del gobierno provincial de Oruro ayudarán a familias como la de María por un mes. Foto: WFP/Morelia Eróstegui

Mientras manejo de regreso a La Paz y repaso en mi mente los eventos del día, no puedo dejar de pensar en cómo la COVID-19 ha dañado el delicado equilibrio de esta comunidad. Habiendo apenas sobrevivido a la pérdida de su medio de vida ancestral, los Uru Murato comparten ahora el destino de miles de bolivianos que de repente no pueden ganarse la vida debido a las estrictas restricciones relacionadas con la COVID-19.

Mientras observaba a la "mujer del agua" conducir su motocicleta por un desierto que solía ser un lago, me sentí optimista. Para mí, fue un símbolo de esperanza y resiliencia ante los desafíos mundiales y sus repercusiones locales.